jueves, 17 de septiembre de 2009

TERESA LÓPEZ PARDINA: EL CEBO DEL RESPETO

CARTA A EL PAÍS EL 4-5-08


Título de la carta: "El cebo del respeto".

Sr. Jiménez Barcia: Le felicito por su dominio de la técnica periodística demostrado en el artículo "Todo lo que esconde un velo" (4-5-08), que consechará adeptos al pensamiento comunitarista. Pero, para quienes no somos relativistas culturales, el retroceso de libertades individuales o colectivas es siempre una desgracia. La actitud y la militancia de Mariam es un retroceso de la libertad en ambos aspectos. Invita a las de su comunidad a que impongan sus "valores religiosos" a toda la que pique, para que todas nos enteremos de lo que es hacerse respetar como mujer. Y mira Mariam: yo también estoy en desacuerdo con el tratamiento de las mujeres en las técnicas publicitarias y con el patriarcalismo todavía abusivo que sufrimos las mujeres en las sociedades occidentales; pero lo que tu invitas a practicar, querida Mariam, es hundirnos más en la opresión. En la opresión desde la vertiente religiosa, ahora que en España estamos empezando a salir de una época oscura en la que la iglesia católica cercenó toda libertad que se nos pusiera por delante, empezando por la de pensar. No te das cuenta, Mariam, de que has tenido el privilegio de nacer en una democracia, ¡qué lástima!


TERESA LÓPEZ PARDINA. DOCTORA EN FILOSOFÍA
(La reproducción de esta carta ha sido autorizada por la autora)


TERESA LÓPEZ PARDINA: REFLEXIONES EN TORNO AL FEMINISMO Y LA LAICIDAD

REFLEXIONES EN TORNO AL FEMINISMO Y LA LAICIDAD[1]

Teresa López Pardina


A Celia Amorós y Henri Peña-Ruiz
que han hecho posibles estas reflexiones


Laicidad y feminismo

Desde el último tercio del siglo XX hasta hoy, la relación entre laicidad y feminismo se ha hecho más patente sobre todo en los países europeos, en relación con los flujos de población procedentes de otros continentes, y en los países musulmanes, donde el poder político y el religioso no están apenas delimitados.
Si bien entre los países europeos solamente Francia se define como un Estado laico, es cierto que los demás países de Europa se constituyen como Estados secularizados, entendiendo por secularización la reglamentación por parte del Estado de instituciones y conductas sociales que antes de la Modernidad eran regidas por la autoridad religiosa. En Europa la separación de competencias de las Iglesias y los Estados se ha ido haciendo paulatinamente y en función de las peculiaridades de cada país. Así, en Italia, donde la religión mayoritaria es la católica y en cuya península se halla incrustado el estado del Vaticano, la influencia de esta religión en las costumbres puede ser más uniforme que la de las diversas religiones entre los ciudadanos del Reino Unido, primer país donde la secularización se abrió camino desde finales del siglo XVII. No obstante, si bien la secularización puede describirse como una separación de la esfera religiosa de las competencias propias del Estado, el grado máximo de separación es el del Estado laico. Y, en cualquier caso, es el modelo que se perfila en Europa como meta a alcanzar. Hasta el punto de que no sólo en Europa, sino en todo el planeta se habla de laicidad cuando nos referimos a la inclusión de la religión en la esfera de lo privado, separándola así de la esfera de lo político, que es la esfera de lo público, regida por el Estado. Ello supone que las instituciones sociales públicas nunca pueden estar bajo la dirección de ninguna autoridad religiosa como tal; es decir, han de regirse por normas comunes establecidas por el Estado. El Matrimonio, la Magistratura, la Escuela, la Sanidad han de atenerse a la normativa estatal porque conciernen a todos los ciudadanos y son para uso de todos. Cuando tal segregación no existe, la religión se filtra en la vida cotidiana, en las relaciones familiares, en las prácticas del cuidado del cuerpo, y afecta de un modo especial a las mujeres, que son el colectivo más vulnerable en las sociedades patriarcales.
En los países de religión musulmana, donde no existe separación entre el orden político y el orden religioso, el patriarcado es más fuerte y el feminismo tiene, por ello, grandes dificultades. A veces, el poder político, aun declarándose laico, establece alianzas con el poder religioso, como lo hizo el general Nasser en Egipto, permitiendo actuar a los Hermanos Musulmanes y no admitiendo otro movimiento feminista que el encuadrado en su partido, como sección femenina del nasserismo. En Egipto todavía hoy no han conseguido las feministas erradicar la práctica de la escisión del clítoris (que afecta al 90% de la población según estadística del año 2006), práctica que muchos padres –tanto musulmanes como cristianos coptos- aún conciben como una salvaguarda contra las desviaciones en que puedan caer sus hijas.
Feministas relevantes como Nawal-el-Saadawi y Farida al-Nakash sostienen que la religión siempre es una traba porque todas las consideraciones sobre la inferioridad de las mujeres con respecto a los hombres surgen de las religiones.
Nawal-el-Saadawi, que recientemente se ha visto obligada a exiliarse tras ser amenazada de muerte a raíz de la reedición en Mayo de su obra de teatro titulada en inglés God resigns at the Summit Meeting, está llevando a cabo una investigación comparativa de las tres religiones del Libro, precisamente desde la convicción de que todas ellas son opresivas para las mujeres, no sólo la musulmana. Saadawi se manifiesta radicalmente laicista. “La religión es un asunto privado; el que quiera rezar, debería rezar en casa. Y si quiere dedicarse de un modo más específico a ello, también debería ser en casa. El Estado debería estar totalmente secularizado” declaraba en una entrevista a Sophie Smith en Enero de 2006. Saadawi hace notar que los Estados musulmanes, a lo largo de la historia, han ido adaptando las leyes coránicas a las necesidades socio-políticas sin que las autoridades religiosas se opusieran, lo mismo que en Europa el cristianismo se adaptó a la Modernidad- pero, en lo que se refiere a las mujeres han actuado mucho mas lentamente, como lo muestran las leyes relativas al matrimonio y la familia. Según un informe de la ONG Human Rights Watch, la ley de divorcio egipcia, aprobada en 2000, es muy discriminatoria para las mujeres, pues aunque pueden acogerse a la fórmula de divorcio no causal, en ese caso tienen que renunciar a sus derechos económicos, con el problema enorme que eso supone si además tienen que hacerse cargo de los hijos; y si, por el contrario, se acogen a la fórmula del divorcio causal tienen que demostrar con testigos el daño infligido por el esposo, cosa que la mayoría de las veces es imposible. Los hombres, sin embargo, tienen un derecho unilateral e incondicional al divorcio.
En diversos países europeos han surgido problemas sociales y tensiones políticas en los últimos años que tienen como una de sus causas esa filtración sutil de la religión en forma de creencias morales, sexuales y/o sociales, formas de relación intragrupales, en definitiva en forma de prejuicio conformador de lo que se viene llamando “identidad cultural” “derecho a la diferencia” o “derecho a formas de conducta propias de una cultura”.
Las denuncias de estos prejuicios, o las conductas que no responden a la sumisión requerida por ellos, producen respuestas violentas por parte de quienes los defienden; respuestas que van del asesinato –Theo van Gogh en Holanda, Sohane en Francia- a las violaciones colectivas -practicadas en los barrios obreros por los chicos contra las que no se someten a las reglas de la tribu- o el maltrato habitual a las mujeres. Como escribe Fadela Amara, los jóvenes de los barrios “sienten que están jodidos hagan lo que hagan y que la única salida que tienen es la violencia, que se ejerce a través de la dominación de los más débiles, es decir, en primer lugar, de las chicas”
[2].
Cierto que tales situaciones de violencia tienen causas desencadenantes de tipo social como el paro, las carencias de equipamientos educativos, sanitarios, recreativos y la falta de perspectivas de futuro para una juventud que los Estados europeos no se han ocupado de integrar como se requería. Es en este contexto cuando el recurso al Islam funciona como un refuerzo de las costumbres y de la identidad entre los inmigrantes, tal como lo ha señalado la historiadora tunecina Sophie Bessis
[3]. Se multiplican las prohibiciones paternas para las chicas, y los tabúes con respecto al sexo; la vida cotidiana se convierte en un infierno: no pueden salir de casa cuando quieren, no pueden tener relaciones con un chico, no pueden invitar a su chico a casa; no pueden salir y volver tarde, como hacen sus hermanos. Es lo que ha podido constatar Fadela Amara en sus contactos con las mujeres de cultura musulmana de los barrios obreros. Por eso su recomendación para el feminismo político, en el que ella está comprometida, es la de: “centrarse en la lucha contra la violencia sexista, contra las formas de violencia conyugal, por la igualdad salarial, por una mayor atención al desarrollo de la carrera profesional (...) todos aquellos ámbitos en los que la igualdad entre los sexos no se respeta”[4].


Precisiones conceptuales.

Si convenimos en que el feminismo es un pensamiento emancipador, según el cual no hay diferencias ni desde el punto de vista ontológico, ni desde el punto de vista moral, ni desde el punto de vista psico-social entre los sexos, entonces el efectivo reconocimiento de esta afirmación que, por el momento, es tanto una convicción mental cuanto un ideal político, supone la laicidad. El feminismo es una planta que no puede crecer sino en el bancal de la laicidad. Sin laicidad no hay auténtica libertad ni igualdad entre hombres y mujeres. No puede haber laicidad sin feminismo; y no es posible una sociedad plenamente feminista sin laicidad. Desde el punto de vista lógico podemos pensar la laicidad como una clase más amplia en la que la clase del feminismo estaría incluida. Así, por ejemplo, la república francesa se define como Estado laico, pero no podríamos por ello afirmar que constituya por ello una sociedad feminista, si esto segundo no se explicita, como es el caso. Parafraseando a Kant podríamos decir que estamos en tiempo de feminismo[5], pero todavía no hemos alcanzado sociedades plenamente feministas. El feminismo no es efectivo sino cuando las libertades florecen y la igualdad es un derecho plenamente adquirido; y la igualdad de todos los ciudadanos –como se indica más arriba- incluye la abolición de las distinciones en razón del sexo.
Siguiendo al profesor Peña-Ruiz, “la laicidad consiste en liberar la esfera de lo público, en su totalidad, de cualquier injerencia que se ejerza en nombre de la religión o de otra ideología concreta”
[6] Ello supone una emancipación simultánea de las personas, del Estado y de las instituciones públicas. El término laicidad se refiere también al ideal universalista del pueblo soberano cuya unidad excluye todo tipo de privilegios, tanto de los grupos como de los individuos. En su etimología, laicidad viene de la palabra griega laos que designa la unidad del pueblo; pero para que el pueblo soberano sea una realidad indivisible, una realidad que excluya todo tipo de divisiones fundadas en privilegios, es necesario que se cumplan “tres requisitos absolutamente indisociables: la libertad de conciencia, correspondiente a la emancipación de las personas, la igualdad de todos los ciudadanos, sin distinción de origen, sexo ni creencias y el objetivo del interés general como única razón de ser del Estado” [7]


Feminismo y laicidad, sendas paralelas.

El pensamiento feminista, desde sus comienzos en la Modernidad, ha sido una reivindicación de libertad e igualdad para las mujeres en los mismos términos en los que se plantean en el ámbito de la laicidad. Porque feminismo y laicidad son, ambos, frutos del pensamiento moderno. Un pensamiento que hace de la razón el instrumento exclusivo del saber y de sus argumentos la única garantía de verdad. La Modernidad y la Ilustración, que será su continuación, irracionalizarán las diferencias de cuna, y en consecuencia, la justificación de la sociedad estamental y todas sus instancias de legitimación; el feminismo, como fruto del árbol de la Modernidad, irracionalizará las diferencias entre los sexos: si la razón no tiene sexo, escribirá el cartesiano Poulain de la Barre, entonces las discriminaciones de tipo social y cultural, que se aplican a las mujeres, no tienen sentido. Y, a continuación, argumentará –en una obra dedicada al tema de la educación de las damas- la conveniencia social de procurarles una educación del mismo nivel que a los varones, por dos razones básicas; la primera, porque tienen la misma capacidad de recibirla que ellos y la segunda, porque dado que se les asigna la tarea más difícil de todas, que es la de educar a los niños, cuanto más sabias y cultas sean, mejores educadoras serán, y toda la sociedad se beneficiará del mayor nivel cultural de las personas que la dirijan en el futuro.
Un siglo después de Poulain, cuando el pensamiento feminista apunta hacia espacios públicos, aflorará en Condorcet en forma de petición de igualdad de derechos al voto y a la tribuna. Partiendo de la idea moderna de la igualdad natural de todos los seres humanos, reclama Condorcet también el reconocimiento de los mismos derechos a las personas de ambos sexos y, en consecuencia, la extensión del derecho de ciudadanía a las mujeres, en una propuesta dirigida a la Asamblea nacional en 1790. En previsión de las objeciones que se le pudieran hacer, como la de que las mujeres no tienen el sentido de la justicia, sostiene que este sentido se adquiere mediante la educación; y a la objeción de que las funciones públicas las alejarían de las tareas que la naturaleza parece haberles reservado (la crianza de los hijos, el cuidado de los maridos), alega que ello no es razón para negar un derecho y, por tanto, no puede ser fundamento de exclusión.
La actitud moderna e ilustrada de Condorcet consiste, como puede observarse, en el método de volver irracional, mediante la razón, el argumento de los que se oponen a su propuesta. Y esta misma será la estrategia de Olympe de Gouges, cuando en 1791 elabore una Declaración de los derechos de la Mujer y de la Ciudadana con 17 artículos, paralelos a los de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, en los que sostiene el derecho de las mujeres a la ciudadanía, alegando que si las mujeres son seres humanos de la misma naturaleza que los hombres, sería irracional pensar que sólo los hombres tienen derechos.
El iusnaturalismo como premisa filosófica para argumentar la igualdad de derechos es una de las ideas maestras de la Ilustración y una de las ideas que están en la base tanto de la laicidad como del feminismo. Para la laicidad es la base de un argumento de emancipación de las personas, y para el feminismo es la base de un argumento de irrelevancia del sexo en relación con la ciudadanía. El método válido para la argumentación en los dos ámbitos consiste en irracionalizar el orden de cosas que hay que cambiar: en el caso de la laicidad, la discriminación por el nacimiento; en el caso del feminismo, la discriminación de la ciudadanía en razón del sexo. Descartes había advertido de la necesidad de liberarse de los prejuicios para avanzar en el conocimiento, “para establecer la verdad en las ciencias” según decía. Los ilustrados extenderán el combate del prejuicio a nuevos campos mostrando que es un modo no racional de pensar.
Este mismo método de irracionalización de las tesis del contrario mediante argumentaciones racionales, será también seguido por la escritora inglesa Mary Wollstonecraft, una de las pioneras entre las teóricas del feminismo. Wollstonecraft polemiza con Rousseau, filósofo ilustrado a quien tanto admira por sus teorías políticas, mostrando sus incoherencias teóricas y echando por tierra el doble concepto que el ginebrino esgrime de la naturaleza humana en función del sexo. Wollstonecraft desenmascara los prejuicios rousseaunianos desde una perspectiva similar a la de Poulain de la Barre, denunciando la concepción que de la mujer sostiene Rousseau como una impostura intelectual consistente en tomar por naturaleza lo que es cultura. El personaje de Sofía, como modelo de mujer, esposa del ciudadano Emilio y madre de ciudadanos, que Rousseau presenta en su Emilio o de la educación responde al estereotipo patriarcal y no a una supuesta naturaleza o esencia femenina, diferente de la masculina en razón del sexo. Si Poulain de la Barre partía de la afirmación de que la razón no tiene sexo para reivindicar igual valoración moral para mujeres y hombres, Wollstonecraft va a desmontar la existencia de una feminidad frente a la masculinidad como dos elementos esenciales que diferencian a mujeres y hombres y que modulan su comprensión del mundo, sus habilidades, sus capacidades y sus actividades.
Lo que Wollstonecraft irracionaliza es que la sexualidad condicione la inteligencia, la sensibilidad, los afectos y los deseos de las mujeres, como sostiene Rousseau, hasta el punto de constituir para ellas una especie de segunda naturaleza subordinada a la naturaleza viril de los hombres. Considera Wollstonecraft una incoherencia en este pensador el que tras haber afirmado que todos los seres humanos nacen libres e iguales y haber propuesto el contrato social como fórmula política para legitimar esta igualdad de la naturaleza humana, excluya a las mujeres de la voluntad general.
Wollstonecraft considera que cuando Rousseau en el Emilio afirma la diferente naturaleza de hombres y mujeres –debida a la diferencia de sexos- toma como naturaleza lo que es una idea cultural, toma como concepto de naturaleza lo que es un prejuicio de la cultura. Así, a afirmaciones de Rousseau sobre los sexos tales como: “el uno debe ser activo y fuerte, el otro pasivo y débil(...)“la mujer está hecha especialmente para gustar al hombre (...) y para ser sometida”
[8], Wollstonecraft argumenta que es muy poco razonable pensar que si todos somos hijos de Dios, la mitad de los hijos esté oprimido por la otra mitad y que habrá que aprender a razonar todos juntos y a someternos a la autoridad de la razón cuando su voz se deje oir con claridad[9].
La operación mitificadora de Rousseau consiste, según Wollstonecraft, en partir de la observación de las mujeres que tiene a su alrededor para definir lo que es la mujer según la naturaleza
[10] y, a partir de ahí describir a la mujer ideal según el nuevo paradigma de familia patriarcal que propone, el cual está inspirado en la sociedad de su tiempo reforzando los rasgos de subordinación, que estaban siendo cuestionados en la época por las corrientes ilustradas de pensamiento.
Por lo que se refiere a las diferencias en inteligencia condicionadas por el sexo, Rousseau atribuye a los varones las aptitudes para la abstracción, la capacidad de crear sistemas de pensamiento; a las mujeres la aptitud para la observación de lo concreto, el detalle, lo útil. En cuanto a las aptitudes naturales: “la mujer está hecha para ceder ante el hombre, incluso para soportar la injusticia, mientras que en los muchachos brota el sentimiento del interior y se rebela contra la injusticia; la naturaleza no los hizo para tolerar”
[11]. Ante estas conceptualizaciones Wollstonecraft afirma que los hombres se comportan con las mujeres cuando las condenan a la ignorancia como la aristocracia trata al pueblo. Y se pregunta si en el estado de naturaleza es característica propia de los humanos la igualdad ¿por qué en sociedad debe la mujer estar sometida al varón? Y, dado que la propuesta socio-política de Rousseau en El contrato social es iusnaturalista, ¿por qué excluye a las mujeres de la voluntad general? Si, inconsecuente con sus propios planteamientos, Rousseau admite que las mujeres son naturalmente inferiores a los hombres a causa de su sexo, ¿por qué no establecer correctivos de tipo social y político para compensar esa inferioridad?[12] Eso sería llevar el iusnaturalismo del ginebrino más allá de la diferencia de sexos, superar la diferencia de sexos, ya que, si “la razón no tiene sexo” como afirmaba Poulain de la Barre, y “en todo lo que no depende del sexo la mujer es hombre” [13], consigamos el reconocimiento moral, social y político de esta igualdad racional en la que creemos
Así pues, Mary Wollstonecraft, aplicando el método de irracionalización de los argumentos para desenmascarar los prejuicios, lleva los argumentos de Rousseau a una mayor racionalidad, de manera que, si Rousseau con su teoría del contrato social estaba poniendo las bases del laicismo, Wollstonecraft aplicando con mayor rigor la razón –tal como pedía Descartes- estaba elaborando las primeras formulaciones del pensamiento feminista como una ampliación de la razón en un espacio más vasto donde todavía hay prejuicios que desenmascarar.
En el siglo XX, será Simone de Beauvoir quien, de un modo más prístino, combata desde la razón los irracionalismos de la cultura que en forma de prejuicios han hecho de la mujer la “otra” con respecto al varón.
Como es sabido, la indagación feminista de Beauvoir comienza por el análisis de los mitos, tan ligados a las religiones, y es entonces cuando descubre que este mundo en el que vivimos es una construcción cultural hecha por hombres, que los mitos sobre las mujeres han sido elaborados por hombres y que las costumbres, las creencias, la legislación son otros tantos instrumentos culturales mediante los cuales la sociedad elabora “ese ser intermedio entre el hombre y el castrado” que es la mujer, un ser que ha de hacerse su ser a través de lo que los hombres le dicen que es y que ha de buscar su autonomía en lucha contra lo que le hacen ser.
Utilizando una terminología que procede de Hegel, Beauvoir explica que la mujer es en nuestras culturas occidentales –las que ella toma como referencia- la “Otra” con respecto al hombre, quien es el Mismo, el que decide los valores, el que impone las normas y oprime a las mujeres.
Con la metodología de aplicar la razón a la eliminación de los prejuicios –ahora en el registro del existencialismo- nuestra filósofa interroga a todas las instancias del saber y desenmascara la justificación de tal estado de cosas. Todas las ciencias que se relacionan con lo humano –como la biología, la psicología, la historia, la antropología y la sociología- son sometidas a la prueba de la razón ilustrada. Hecha la indagación, el resultado es que ninguna de las ciencias interrogadas, ni naturales ni humanas puede dar cuenta de esa conceptualización de “otras” aplicada a las mujeres. Luego, tal calificación no procede de la razón. El origen de tal malentendido procede, entonces, de la creencia, del prejuicio. Beauvoir lo encuentra en las religiones del Libro, en los usos morales y sociales, en la distribución del poder familiar, en la educación que se da a las niñas, en la literatura, en as leyes y en la estructura del poder que en todas las sociedades conocidas es patriarcal.
Los mensajes procedentes de cada una de las instancias mencionadas no resisten la prueba de la razón desmitificadora. La convicción que acuñó la Modernidad, según la cual todos los seres humanos nacen libres e iguales, se traduce en el existencialismo beauvoireano en la definición del ser humano como existente libre que ha de hacer su ser en el cumplimiento de sus proyectos humanos. La mayoría de las mujeres, no ejercen como seres humanos que son; algunas porque no quieren, pero la mayoría porque no pueden. Desde niñas, reciben el mensaje de que son “otras”, inferiores a los niños y de que, como tales, tienen un destino contra el que no se puede luchar. Es así como se construye la feminidad o el género, dicho en lenguaje actual, porque, como lo expresó Beauvoir en un enunciado que se hizo célebre, “no se nace mujer, se llega a serlo”. La feminidad es un mito que hay que desenmascarar; el género es una construcción cultural sobre el sexo y todos, mujeres y hombres, hemos de construir nuestra identidad singular y autónoma con el ejercicio de nuestra libertad a través de proyectos. Para el niño “actuando es como construye su ser, al mismo tiempo. Por el contrario, en la mujer hay al principio un conflicto entre su existencia autónoma y su “ser-otra; se le enseña que para gustar hay que tratar de gustar, hay que hacerse objeto; debe, pues, renunciar a su autonomía”.
[14]
La religión (occidental) enseña que Dios Padre es hombre, “un anciano dotado de una particularidad específicamente viril, una espesa barba blanca (...) los representantes de Dios a la Tierra [...] son hombres. [...] la Virgen recibe de rodillas las palabras del ángel y responde exclamando: Soy la esclava del Señor”
[15]. En los mitos religiosos, desde el Levítico hasta nuestros días, se nos invita a tomar distancias de las mujeres, por su impureza.
Aunque las iglesias cristianas declaran la igualdad metafísica de todos los seres humanos, no lo han reconocido ni tolerado en el ámbito socio-político, como hace notar el profesor Peña-Ruiz
[16], y lo mismo cabe decir de la religión coránica. Tampoco es cierto que el cristianismo sea el origen de los Derechos Humanos; los Derechos Humanos, según el mismo autor, tienen su origen en la cultura griega clásica, no en las religiones occidentales. También Beauvoir nos muestra que la religión es un elemento sumamente importante en la construcción de la feminidad.
Otro elemento fundamental son las costumbres familiares y sociales que refuerzan e inculcan el rol de “otras” en las mujeres induciendo en ellas el valor de la sumisión, la dependencia, la aceptación de ser siempre dirigidas por los varones y la “vocación” de madres y esposas por encima de cualquier otra elección, es decir, su destino social. Todo este universo de valores se ve ratificado por las leyes: Beauvoir denuncia en su famoso ensayo los abortos clandestinos en Francia, cuando el aborto estaba prohibido por la ley en los años 40, y el uso de anticonceptivos; todavía hoy existe la discriminación –no contemplada por casi ninguna legislación- de las mujeres para cargos directivos en la empresa privada y en la pública (si bien en esta más soterradamente) como muchos estudios lo demuestran; y la violencia ejercida contra las mujeres en el seno de la familia apenas en Europa empieza a ser contemplada por la legislación. Como escribe Beauvoir : “Para la jovencita (...) hay un divorcio entre su condición propiamente humana y su vocación femenina. [...] Es una extraña experiencia para un individuo que se siente sujeto, autonomía, trascendencia, algo absoluto, descubrir en sí mismo, en calidad de esencia dada, la inferioridad [...] es lo que le ocurre a la niña cuando, al hacer el aprendizaje del mundo se percibe como mujer”
[17].
Beauvoir denuncia, sobre todo, la mentalidad cultural dominante, más invisible que las leyes y las creencias, pero involucrada en ellas y fruto de ellas; un ámbito del cual hay que mostrar la irracionalidad si queremos lograr la plena igualdad democrática y el reconocimiento de nuestra igualdad metafísica y psíquica con los hombres. Lo primero es una cuestión sin resolver por la laicidad; lo segundo es una cuestión de lucha para el feminismo todavía hoy.
En el siglo XXI sigue, pues, el feminismo reivindicando la igualdad entre los sexos, como siglos antes lo hicieran Poulain de la Barre, Mary Wollstonecraft, o Simone de Beauvoir, y siguen las feministas conscientes del peligro que para sus objetivos representan las constricciones inducidas por la religión. Por eso, las procedentes de culturas no europeas, como las feministas egipcias mencionadas más arriba, la somalí Aayan Hirsi Ali, la argelina Zazi Zadu, la iraní Chahdortt Djavann o la tunecina Sophie Bessis invocan las virtualidades del Estado laico como garantía de protección de los derechos de las mujeres, es decir, como marco imprescindible para alcanzar la igualdad entre los sexos.
La laicidad, como fórmula socio-política que garantiza la igualdad de derechos a cada uno de los ciudadanos y como medio de hacer convivir las diferentes creencias religiosas, relegadas a la esfera de la privacidad, y el feminismo, como reconocimiento pleno de la igualdad de las personas sin reparar en la diferencia de sexos, son ambos conceptos que expresan un horizonte que los humanos pretendemos alcanzar. Laicistas y feministas sabemos que hemos de emplear a fondo nuestras energías para llegar a él, pero estamos convencidos de que la aproximación es inexorable.

[1] Una versión primera de este trabajo ha sido publicada en francés en el número 64 de la revista Chimères, revue des schizoalyses, noviembre 2007.
[2] Ni putas ni sumisas. Madrid, Cátedra, 2004. pg. 93
[3] Occidente y los otros. Madrid, Alianza editorial, 2002.
[4] Ibid., pg. 111.
[5] Este es precisamente el título de un libro de C. Amorós publicado en 1997, Tiempo de feminismo, ed. Cátedra, Madrid. A la misma autora debo también el uso de la idea, que utilizo a continuación, de la irracionalización del prejuicio.
[6] Peña Ruiz, H. La laïcité , París GF Flammarion, 2003. pág. 13. Véase también, del mismo autor, La emancipación laica, Madrid, Ediciones del Laberinto, 1999.
[7] Ibid.
[8] Emile ou de l´éducation, Paris, GF Flammarion, 1966, pág. 466. (Traducción mía de éste y de todos los demás textos citados en edición francesa)
[9]Vindicación de los derechos de la mujer. Madrid, Debate, 1977, pág.172.
[10] Wollstonecraft, op. cit. pág. 154.
[11] Emile, pg. 520
[12] Véase, R. Cobo: “La construcción social de la mujer en Mary Wollstonecraft” en Historia de la teoría feminista. Universidad Complutense-Comunidad de Madrid, Madrid, 1994. Y también Jean-Jacques Rousseau. Los fundamentos del patriarcado moderno. Madrid, Cátedra, 1998.
[13] Emile, op.cit. pg. 465.
[14] Le Deuxième Sexe, II, Paris, Gallimard, 1962 , pg. 27. (La traducción es mía, como en los textos anteriores).
[15] Ibid., pg. 38.
[16] La laïcité, 91.
[17] Ibid. II, pgs. 89 y 47.
LÓPEZ PARDINA, Teresa, “Reflexiones en torno al feminismo y la laicidad” en Amorós Puente, Celia y Posada Kubissa, Luisa (eds.), Feminismo y multiculturalismo, Madrid, Instituto de la mujer, 2007, col. Debate, nº 47, ISBN.: 978-84-690-9856-1, 287 pp., págs.: 261-269.