lunes, 5 de diciembre de 2011

martes, 8 de noviembre de 2011

JOSÉ MARTÍ: VERSOS SENCILLOS





Martí, José (1969), Versos sencillos, Madrid, Aguilar.

martes, 1 de noviembre de 2011

RAFAEL ALBERTI: CAL Y CANTO






Alberti, Rafael (1929), Cal y canto, Madrid, Revista de Occidente.

martes, 11 de octubre de 2011

ANTONIO MACHADO: NUEVAS CANCIONES











Machado, Antonio (1924), Nuevas canciones, Madrid, Mundo Latino.

jueves, 6 de octubre de 2011

ELENA FORTÚN: CELIA INSTITUTRIZ EN AMÉRICA





Fortún, Elena (1960), Celia institutriz en América, Madrid, Aguilar.


viernes, 9 de septiembre de 2011

MARÍA VICTORIA ATENCIA: ARTE Y PARTE








ATENCIA, María Victoria (1961), Arte y parte, Madrid, Rialp.


miércoles, 24 de agosto de 2011

CONCHA ALÓS: EL ASESINO DE LOS SUEÑOS


















Alós, Concha(1986), El asesino de los sueños, Barcelona, Plaza & Janés.







miércoles, 11 de mayo de 2011

CARMEN CONDE: MEMORIA PUESTA EN OLVIDO











CONDE, Carmen (1987), Memoria puesta en olvido (antología personal), Madrid, Torremozas.

martes, 12 de abril de 2011

CATALINA DE ERAUSO: LA MONJA ALFÉREZ






ERAUSO, Catalina de (1829), La monja alférez, Ferrer, Joaquín María de (il.), París, en la imprenta de Julio Didot.

domingo, 13 de marzo de 2011

CONCEPCIÓN ARENAL: CARTAS A UN OBRERO



Arenal, Concepción (circa 1900), Cartas a un obrero, Bilbao, Editorial Vizcaína.

martes, 1 de marzo de 2011

TERESA LÓPEZ PARDINA: MEMORIA DE ARANGUREN



















































































TEMAS
Teresa López Pardina es doctora en Filosofía y miembro del Instituto de Investigaciones Feministas de la Universidad Complutense de Madrid. Especialista en el pensamiento de Simone de Beauvoir, es autora de las obras Simone de Beauvoir, una filósofa del siglo XX
(Publicaciones de la Universidad de Cádiz, 1998) y Simone de Beauvoir (Ediciones del Orto,1999). Asimismo, es autora de capítulos incluidos en libros como La filosofía contemporánea desde una perspectiva no androcéntrica
(edición de A. Puleo, Ministerio de Educación y Ciencia, 1993) y Feminismo y filosofía (edición de Celia Amorós, Síntesis, 2000), así como de diversas colaboraciones en obras colectivas y artículos en revistas especializadas.

Memoria de Aranguren
Teresa López Pardina

Sería octubre del 61. Yo era una chica despistada que venía
de la Universidad de Zaragoza, donde había cursado lo que se
llamaban «los comunes» en la jerga de la Facultad de Filoso
fía y Letras de la época, a estudiar a Madrid la «especialidad»
de Filosofía pura. Buscando el aula donde creía tener clase en
aquella hora, aterricé en la 24. No era el primer día, pero cono
cía a pocos de mis compañeros, así que no me sorprendió
no encontrar a ninguno, y tampoco que el aula estuviese algo
más llena; en Zaragoza la asistencia a clase era masiva, pero pronto aprendí que en Madrid dependía mucho más del profesor.
Ese día el profesor era nuevo para mí. Un tipo alto y delgado, más aún que mi padre, de cabeza perfectamente dolicocéfala y amplia calva, que entró con un andar peculiar y distinguido hacia la enorme tarima en la cabecera de la clase y se deslizó a lo largo de ella hasta alcanzar, en el rincón de la izquierda, la mesa de profesor. Sentado como plegado sobre sí mismo, el codo izquierdo apoyado en la mesa y el antebrazo en oblicuo hasta alcanzar con la mano izquierda la parte superior de la cabeza, la pluma en la mano derecha sobre unas leves cuartillas, hablaba en un tono coloquial, sin estridencia alguna, pero cargado de ironía, en voz casi diría baja, pero perfectamente audible; y decía cosas diferentes de las que yo estaba habituada a oír de un profesor, desde una perspectiva más cercana en el tiempo y en el espacio. Hablaba de las corrientes de pensamiento y de la vida política en la España de los años 30. Para mí el fogonazo de aquella clase fue la frase con la que desmitificaba a José Antonio (Primo de Rivera): «un señorito de derechas de Madrid», cuya condición encuadraba su ideología.
Mi despiste político en aquel momento era considerable. En mi calidad de delegada de Cultura en mi Facultad de Zaragoza el curso anterior, había organizado un ciclo de conferencias titulado Ideario de nuestro tiempo en el que incluí una sobre José Antonio, pronunciada por el entonces presidente de la Diputación Antonio Zubiri. Estábamos bastante perdidos mis compañeros y yo buscando ideologías alternativas al páramo encorsetante del franquismo oficial y tenía un compañero de curso y amigo que se reclamaba joseantoniano frente a la interpretación tergiversada del fundador de la Falange que presentaba el Régimen. Además, buscando aclaración, había dedicado parte de mis vacaciones de verano a indagar en las obras completas de José Antonio aquellas propuestas puras de las que hablaba mi amigo sin ningún éxito, aunque entre tanto otro amigo me había advertido que lo de José Antonio era una mala copia de Ortega. La descripción de Aranguren acabó de un plumazo con mis dudas: era la desmitificación contundente de toda aquella palabrería («España es una unidad de destino en lo universal»; «España no son las tierras ni sus gentes»; «queremos a España porque nos duele»), expresiones de un entramado ideológico construido de retazos de
otros pensadores más originales como algunos del 98, Ortega y los ideólogos del nacional-socialismo.
Al salir del aula 24 ya me había percatado de que la clase a la que acababa de asistir no correspondía al curso primero de especialidad –y tercero de carrera– al que yo pertenecía, ni aquel señor era profesor en ninguna de mis asignaturas de aquel año. Me había equivocado de aula y de curso: un feliz error que había posibilitado mi primer encuentro con Aranguren.
Aranguren hasta entonces había sido el referente desconocido, indicado por mi profesor de Filosofía de Zaragoza, Eugenio Frutos, que validaba la elección de Madrid, con preferencia a Barcelona o Valencia, para estudiar Filosofía pura. A partir de ese día fue mucho más.
Aquella jovencita provinciana y formal recién llegada de Zaragoza, que era yo, había empezado a contactar desde los primeros días de clase con algunos de los personajes más interesantes, cultivados e inquietos del curso como eran Víctor Sánchez de Zavala, Francisco Gracia, Juan Delval, Eugenio Gallego y Luis Gómez Llorente, que llegó más tarde.
Ellos fueron los primeros que se movieron para darse a conocer al profesor y empezar a colaborar en sus Seminarios. Así que muy pronto empezaría yo a recibir la inestimable influencia de Aranguren.
Aranguren era el nombre con el que se le mencionaba en la Universidad, aunque entre nosotros –el reducido grupo de estudiantes de mi curso, los que llegamos a ser más allegados a él hasta que lo expulsaron de la docencia académica– Víctor Sánchez de Zavala había puesto en circulación otro apodo que expresaba mejor nuestro respeto y nuestra veneración por él y que, como en la secta pitagórica, sólo conocían los iniciados, aunque, como en la secta pitagórica, hubiera quien lo filtrase.
Empezamos a ser asiduos de los Seminarios de los sábados, los de la Cátedra Eugenio d’Ors de Ciencia de la Cultura, Seminarios abiertos a los que asistían los estudiantes más ávidos de saber de toda la Universidad de Madrid. En ellos conocimos a algunos de los intelectuales más relevantes de la época. Aquellos Seminarios eran un modelo de lo que debía ser (y no era) la Universidad. El propio Aranguren lo reconoció al final de uno de ellos en 1964 cuyo ponente fue Agustín García Calvo, recibido por nosotros con gran expectación. García Calvo había obtenido recientemente, tras reñida y brillante oposición, su cátedra de Lengua y Literatura latinas y venía aureolado de su valía intelectual y su postura de disidente político del régimen. Había sido invitado por Aranguren para hablar sobre los presocráticos. Y sí, habló de la cultura griega en sus albores: de los poetas, de los primeros filósofos; recitó fragmentos de sus obras y nos sumergió por un tiempo en ese mundo entre el mito y la filosofía, que fue el inicio de nuestra cultura, como decía Heidegger. Un tono, un nivel de exposición, una descripción de aquella cultura tan lejana en el tiempo y, a la vez, tan cercana por la forma en la que nos la describió. Estábamos entusiasmados. ¡Era algo tan diferente de lo que habitualmente escuchábamos! Cuando García Calvo terminó su exposición, Aranguren, en pie, tomó la palabra para decirnos: «Esto es la Universidad. Un encuentro, una sesión como esta en la que estamos, en la que se muestra la relación entre diferentes vertientes de la cultura; un profesor de estudios clásicos en un Seminario para alumnos de Filosofía». Era una de las actividades que fomentaba él mismo como profesor: recuerdo otra ocasión en la que asistimos con él un grupo de alumnos a un Seminario de Arte que se celebró en la E. T. S de Arquitectura, organizando conjuntamente por profesores de la Escuela y por él mismo.
Los Seminarios de los sábados me permitieron conocer a personajes míticos para mí como Ferrater Mora, cuyo diccionario de Filosofía ya era para nosotros un recurso fundamental; a Foucault, de quien nunca había oído hablar y cuyo discurso me dejó totalmente atónita por lo novedoso; escuchar como crítico literario a Jean-Pierre Richard, a la sazón director del Instituto Francés de Madrid –en el que yo preparaba el DALF, en la nomenclatura actual– y a Roland Barthes. Todo un lujo, como ahora se dice, en aquella Universidad franquista.
Los Seminarios de Aranguren eran como una isla de promisión en aquel mar de insustancialidad intelectual que era la especialidad de Filosofía en la década de los 60. Y no sólo los de los sábados, donde aprendíamos de figuras consagradas. También aprendíamos, y mucho, en los de los martes y los jueves, en los que tratábamos temas relacionados con las asignaturas de Ética y Sociología, preparados por nosotros mismos bajo la dirección de Aranguren: exponíamos y se discutía.
En las Navidades del 62 me llevé a casa unos capítulos –en inglés– de la Antropología estructural de Lévi-Strauss para traducir y preparar unas sesiones junto a Víctor Sánchez de Zavala y alguien más. Entonces aprendí que la existencia del matriarcado era una hipótesis sin corroborar y que la importancia del tío materno en las sociedades matrilineales era una forma más de configuración del patriarcado, conocimientos que luego me fueron muy útiles para el feminismo filosófico, entre otras cosas. Para mí fue el arranque del interés por la Antropología, que se continuó con las lecturas de Tristes trópicos, El pensamiento salvaje y más tarde Las estructuras elementales del parentesco, donde se pone de manifiesto que las mujeres son un objeto de transacción entre los varones de tribus distintas para evitar la endogamia. Y que me motivó a seguir los cursos de la Escuela de Sociología, una institución que empezó a funcionar en el curso 63-64, dependiente del rectorado, y que fue el embrión de la futura Facultad, en los viejos edificios de San Bernardo. Cerrada en el 65, siguió desde el curso 65-66 como institución privada con las siglas de CEISA, regentada por José Vidal Beneyto.
Quizás este interés despertado en nosotros, sus estudiantes, y quizás también algún otro avatar que desconozco, llevaron a Aranguren a contactar con Pierre Bourdieu y Jean-Claude Passeron, que fueron invitados en julio del 63 –estando yo ya fuera de Madrid por las vacaciones de verano– a exponer en el marco de un Seminario extraordinario sus trabajos en curso sobre Sociología de la educación, los cuales se publicaron más tarde en el libro titulado en francés Les Héritiers (1964) que yo traduje en el 67 para la Editorial Labor con prólogo de Aranguren. El contacto con estos sociólogos produjo, entre tanto, la creación, bajo la dirección de Aranguren, de un grupo de investigación en España cuyo objetivo era adaptar a nuestro país el método de investigación utilizado por ellos para hacer un estudio comparativo del estado de la cuestión aquí. El grupo era una especie de Seminario permanente durante el primer curso 63-64 de más de una decena de personas que más tarde se redujo a cuatro (Berta Gutierrez Reñón, Antonio Linares, Asunción Oliva y yo); justamente en febrero del 65 estábamos las chicas en la tarea de pasar los cuestionarios que se habían hecho en Francia y habíamos adaptado a la Universidad española, mientras Antonio Linares se encontraba en París disfrutando, supongo ahora que por el solo hecho de ser el varón del grupo, de la primera de las becas anuales que nos había empezado a adjudicar el Centre de Sociologie européenne. Con la expulsión de Aranguren de la Universidad, la fundación Ford, que nos financiaba hasta que el contrato con el CSE fuera firme, retiró su ayuda y la homologación con los franceses se tornó inviable al no poder trabajar desde la Universidad como plataforma. Todavía Asunción Oliva pudo beneficiarse de la última beca en París, pero el grupo se deshizo y también nuestro proyecto y nuestra expectativa de hacer aquí Sociología de la Educación.
También otras disciplinas filosóficas se cultivaban en los Seminarios de los martes y los jueves, en los que participábamos activamente los alumnos. Un recientemente licenciado Javier Muguerza se encargó durante un curso entero de preparar semanalmente un Seminario sobre Filosofía analítica: de Russell y Moore a Wisdom, pasando por Ayer y Carnap, un amplio abanico de los principales representantes y los problemas fundamentales abordados por esta orientación de la filosofía que en aquel momento atraía a muchos estudiosos, se nos dieron a conocer a todos los estudiantes de la Sección que estuvieran interesados. Otro estudiante, Lorenzo Peña, de un curso posterior al mío, si no recuerdo mal, tuvo también ocasión de impartir densas lecciones de filosofía marxista a los compañeros interesados por conocer y/o discutir sobre una orientación del pensamiento inexistente en los programas académicos de nuestra especialidad.
Este año del centenario, leyendo los artículos que han escrito para la ocasión otros alumnos de Aranguren anteriores a mí, he podido comprobar que tanto la filosofía analítica como la marxista habían sido tratadas por el propio profesor Aranguren desde su cátedra en el marco de cursos monográficos. Lo cual quiere decir que se preocupaba por facilitar, por un cauce u otro, a todos sus alumnos, el conocimiento de las principales corrientes filosóficas. El papel de Aranguren en los Seminarios protagonizados por alumnos o ex-alumnos no se reducía a propiciar que expusieran una orientación u otra de la filosofía contemporánea y hablasen de ello por su cuenta y saber, sino que él mismo era el director, el primer interlocutor y el guía; era patente que conocía perfectamente aquellas nuevas corrientes de pensamiento de las que nosotros empezábamos a tener noticia exclusivamente a través de su labor seminal.
Como es sabido, el positivismo lógico y la filosofía analítica se habían prodigado, sobre todo en sus comienzos, en el análisis de problemas lógico-epistemológicos y metafísicos. Pero, por paradójico que parezca a la altura del tiempo presente, en la década de los sesenta se ignoraban por completo en las asignaturas correspondientes a aquellas disciplinas que, por cierto, se estudiaban durante los tres años de la carrera.
Los Seminarios de Aranguren, incluso los destinados a sus propios alumnos de 4º curso –nivel en el que se cursaban las dos materias de su cátedra: Ética y Sociología– estaban abiertos a todos los estudiantes, todos los que quisieran aprovechar aquella magnífica oportunidad pudieron hacerlo. Nadie exigía seña alguna de identidad para entrar. Algunas veces hubo impedimentos para llevarlos a cabo. No por parte de nuestro profesor, naturalmente, sino por la censura política franquista que se ejercía en la Universidad. Tal fue el caso del Seminario sobre la Historia de España inmediatamente anterior a la guerra civil, de Ramos Oliveira, que había organizado nuestro compañero Luis Gómez Llorente y a cuya asistencia se habían comprometido con gran interés estudiantes de otras Facultades; tras una larga espera para obtener el permiso del decano –a la sazón, don José Camón Aznar, catedrático de Historia del Arte– el mismo día que había de empezar llegó una contraorden «de más arriba» que lo desautorizó. No se podía evocar la historia reciente ni siquiera a través de una prestigiosa obra ya publicada y en el marco de un seminario universitario.
Las actividades del profesor Aranguren eran vigiladas muy de cerca por el Régimen. Todos conocíamos a una pareja de alumnos varones que a veces acudían juntos, otras por separado, a determinadas sesiones de los Seminarios, incluso a algunas clases. No conocían a nadie, no hablaban con el resto de los alumnos aunque estaban matriculados, según le respondieron a uno de mis compañeros que les preguntó. Como el propio Aranguren pensaba, no debían de enterarse de los problemas filosóficos o ético-sociales que allí se trataban, pero sí servían para alertar a sus superiores sobre cualquier tema sospechoso de «subversivo», como se decía en el lenguaje de la época. Y es que Aranguren se arriesgaba. En Memorias y esperanzas españolas escribió que no había desempeñado nunca una actividad política, y en sentido estricto así fue; pero sí que ejerció, también en su docencia, ese papel de moralista de la sociedad, como a él le gustaba autodefinirse. Es decir, de intelectual comprometido con su tiempo, y eso se traducía, entre otras cosas, en proponer saberes a sus estudiantes y propiciar sus deseos de saber. Ese cometido lo llevaba a cabo con su organización de los Seminarios y con sus clases. Sigo pensando lo mismo que sostuve en una discusión con uno de mis compañeros de nuestro pequeño grupo en el año 64, el año que terminábamos nuestra licenciatura. Él sostenía que a Aranguren «no le iban a hacer nada» –una frase de uso en los tiempos del Régimen franquista que quería decir que no corría peligro– porque con lo que hacía no se comprometía verdaderamente. Permitir la crítica, criticar desde la cátedra y los Seminarios, pero sin pasar a la acción, no le ponía en auténtico peligro. Yo sostenía lo contrario; yo entendía que esa era su manera de comprometerse, abriendo nuestros ojos, haciéndonos conscientes de la realidad en la que estábamos. Un año después, la historia me dio la razón. Porque, como el propio Aranguren explicó en 1969, ya exilado de la Universidad española: «El intelectual es incómodo, es un aguafiestas con su manía de estar diciendo siempre no a la injusticia». Y por aguafiestas acabaron expulsándolo de la Universidad. Era molesto a los prebostes del Régimen y a sus compañeros de claustro, a quienes ponía en evidencia por el contraste que se producía entre sus clases y las de ellos.
Para empezar, Aranguren tenía dedicación exclusiva –como la inmensa mayoría. Y la cumplía, como casi nadie lo hacía. Yo no me podía creer viniendo de Zaragoza, una Universidad de provincia donde los profesores raramente faltaban a clase y, si lo hacían, enviaban un profesor ayudante que la impartía, que en Madrid los profesores no apareciesen por las aulas o que enfermaran en noviembre y no se recuperasen hasta abril. Los había que justificaban este incumplimiento de su tarea por el excesivo número de hijos (sic) y la necesidad de atender a otros dos empleos simultáneos (entonces no existía la incompatibilidad laboral y el catedrático a que me refiero era director general de prensa y procurador en las Cortes); los había que «llenaban» el tiempo de la clase hablando de sus viajes a Alemania y otras «hazañas» personales, pero no explicaban su materia. Los había que habían dejado de estar al tanto de lo que se investigaba en su disciplina desde hacía tiempo. Y los había que cumplían con su trabajo en el marco de una neo-escolástica que echaba para atrás al estudiante deseoso de saber.
Aranguren era el negativo de todos estos nefandos compañeros de claustro. Se pasaba en la Facultad todo el tiempo que requería su dedicación exclusiva, y durante ese tiempo trabajaba como profesor, no sólo dando siempre personalmente las clases, organizando y dirigiendo los Seminarios, sino también atendiendo en su despacho a los alumnos. Eso que ahora se denomina tiempo de «atención a alumnos», Aranguren lo cumplía con creces. Cualquier duda, cualquier propuesta de trabajo, aclaración o comentario intelectual relacionado con la filosofía nos permitía acceder a su despacho –a veces haciendo espera– siempre abierto y atento a sus estudiantes. También a estudiantes que venían de fuera a proponerle actividades, o amigos filósofos que colaboraban con él: en su despacho y en sus seminarios abiertos conocí a Jesús Aguirre, entonces director de la editorial Taurus y más tarde duque de Alba, que era un gran amigo suyo, y también a Xavier Rubert de Ventós, que ya había terminado la licenciatura y vivía en Barcelona, a Carlos Moya, que estudiaba Derecho en la Facultad de enfrente y a tantos otros. A los estudiantes nos recibía y nos escuchaba, esa era otra de sus cualidades como profesor: era un gran escuchador, por más despistados y perdidos que estuviéramos nos atendía y nos escuchaba. No quiere esto decir que nos aconsejara lo que debíamos hacer; no ejercía de consejero psicológico ni de tutor, y manifestaba su rechazo a veces con fina ironía, otras con ironía mordaz; siempre abriendo perspectivas para el que quisiera trabajar, por eso alguien calificó de socrático su talante como profesor.
La disponibilidad de Aranguren para con sus alumnos se prolongaba hasta su propia casa de Velázquez 25, donde trabajaba habitualmente por las tardes y donde era siempre accesible, previa cita telefónica. Fui a Velázquez 25 por primera vez para llevar mi trabajo –y el de Eugenio Gallego– de 4º de Licenciatura. Sería, pues, hacia finales de mayo del 63. Este detalle, el de recibir trabajos de alumnos en su casa, en vez de poner fecha y hora en la Facultad, ya denota una accesibilidad y disponibilidad del profesor muy poco frecuentes en la época. Recuerdo que me recibieron –debía ser sábado o domingo– en aquel gran vestíbulo rectangular cálidamente iluminado, dos de sus hijas, seguramente Pilar y Fisa, a quienes entonces aún no conocía, que tomaron mis cuartillas de alumna-que-entrega-su-trabajo-a-última-hora sonrientes, como la cosa más natural del mundo.
Aquellos trabajos iban a servir de calificación para las asignaturas de Ética y Sociología que habíamos cursado ese año. El procedimiento consistía en hacer un trabajo relacionado con la Ética y otro relacionado con la Sociología, de los temas que nosotros eligiésemos, con absoluta libertad, y entregarlo al profesor unos días antes del examen oral en el que tendríamos que explicar nuestras tesis y defender las argumentaciones que sosteníamos. Mi trabajo de Ética era un análisis de la moral en la obra literaria de André Gide, autor al que había leído con enorme interés tras un primer contacto con su obra por la lectura en el Instituto Francés de su Symphonie pastorale. Para Sociología había elegido, por consejo de mi amigo Eugenio Gallego, el librito de Georg Simmel Cultura femenina y otros ensayos, un libro cuyas tesis son absolutamente falsas y misóginas y del que no recuerdo en absoluto lo que argumenté. Lo que sí recuerdo es que discutimos mucho en el examen oral mis tesis sobre la moral en la obra de Gide, lo cual tuvo a Paco Gracia muy entretenido oyéndonos y me felicitó por el coraje con que me defendí; la verdad es que entonces desconocía que Aranguren había escrito en 1952, tras la muerte de Gide, un artículo («André Gide») comentando críticamente su figura y su obra, recogido posteriormente en su libro Catolicismo día tras día de 1955, donde desde una postura de católico todavía adherido a lo que más tarde llamaría la «iglesia eclesiástica» –en Contra-lectura del catolicismo, 1978– que no era ya tampoco la del Aranguren que yo conocí en la Facultad, trituraba a Gide por luterano, conciencia retorcida e inmoralista. Leí este artículo algo después, ya terminada la Licenciatura, y lo he releído ahora para cotejarlo con aquel trabajo mío de 4º de carrera. Efectivamente, la postura de Aranguren con respecto a Gide era de condena, mientras que la mía era de aceptación de sus originales tesis que anticipaban el existencialismo. He encontrado mi trabajo correcto en su planteamiento y en su línea argumental, aunque pobre en el uso de la terminología ética y en conocimientos de la historia de la filosofía.
Yo partía de la afirmación de que la obra de Gide está estrechamente enlazada a su vida, es una «objetivización de su propia subjetividad», afirmaba. En esto coincidía, desde luego, con la apreciación de Aranguren, pero luego mi perspectiva, carente por mi ignorancia de muchos entornos históricos y espaciales, daba lugar a una apreciación modestamente más actual, visto desde ahora, aunque naturalmente mucho más pobre. Sentaba, de partida, que dejaría de lado el elemento religioso involucrado en ella porque consideraba que la religión es algo privado, un asunto «puramente personal» y mi trabajo sería una exposición de la ética de Gide. Interpretaba, a continuación, la sinceridad de Gide como un ejercicio en la búsqueda de sí mismo, la calificaba como su primer axioma moral que le sirve para despojarse «de lo que le han hecho ser y él no es», dicho en términos más próximos al existencialismo que los del mismo Gide («Osar ser uno mismo. He de atreverme a reconocer con toda franqueza que mi infancia ceñuda y solitaria es la que me ha hecho como soy»), quien tanto influyó en los existencialistas franceses. Aquí el choque con el enfoque de Aranguren es total; él interpretaba la sinceridad que preconiza Gide como una justificación de su inmoralidad a la manera luterana según el siguiente razonamiento: si sinceramente reconozco mi culpa y me arrepiento, llego a blindarme contra nuevos pecados. Es así que no hay tal, porque el que dice haberse arrepentido vuelve a pecar, luego no hay verdadero arrepentimiento, sino una actitud insincera con la cual el hombre pretende engañarse a sí mismo y a Dios para alcanzar la absolución. La solución que da Lutero a semejante «insinceridad» es renunciar a la perfección: el monje hace votos monásticos que no cumple, luego no debe hacerlos porque el arrepentimiento no produce enmienda; la lógica luterana admitirá el divorcio para suprimir infidelidades conyugales; en general el luteranismo descalifica todo género de anhelos de perfección porque la experiencia muestra su ineficacia. Aranguren estimaba que la sinceridad de Gide, pura fidelidad al instante, era tornadiza, contraria al compromiso. Sin embargo la reconocía próxima a la autenticidad. Mientras que yo,
por el contrario, aun no habiendo leído todavía a Nietzsche por aquel entonces, pero sí a Sartre, la veía próxima a la autenticidad y también al compromiso existencialistas, y por tanto en la base de una moral que llamaba «individual» pero al mismo tiempo formal, porque el valor lo pone cada cual. Mientras que Aranguren criticaba a Gide por plantear algo que él mismo no aceptaba: la moral fundada puramente en lo humano, entiéndase lo humano sin religación a lo divino.
Yo defendía encendidamente esta moral formal e individual que ofrecía Gide, que decía sí a la vida y a la tierra, aunque desconociese entonces la propuesta nietzscheana. No recuerdo los pormenores de la defensa de mi tesis ni las observaciones que Aranguren debió hacer y yo no capté por ignorancia; lo único que recuerdo es que sus objeciones apuntaban a carencias en mi planteamiento que yo no era capaz de situar. Seguramente por eso no me dio la mejor nota, pero sí reparó en mi talante crítico.
Y es que este peculiar profesor nunca se citaba a sí mismo, nunca nos hacía leer sus libros y, por lo que acabo de relatar, los apuntes de clase –que nosotros éramos libres de tomar– no servían directamente para los exámenes; todo lo contrario de lo que hacía el profesor convencional al uso. Con la diferencia de que los apuntes del profesor convencional eran repetitivos, aburridos y/o empachosamente escolásticos (de filosofía escolástica medieval-barroca-contrarreformista, quiero decir) y los de Aranguren nos abrían un campo tan vasto que pocos podían aprovechar a pleno rendimiento. Un rasgo más en oposición frontal al profesor convencional que circulaba por la Universidad en su tiempo.
Las clases, como decía al comienzo, eran cercanas a nosotros por el tono y cercanas, por su contenido, a los problemas filosóficos de nuestro tiempo. Se organizaban, tanto en Ética como en Sociología en torno a un programa general cuyo desarrollo ocupaba un tercio del tiempo lectivo y otro monográfico a cuyo desarrollo dedicaba dos tercios del tiempo.
Con la ayuda de unos cuadernos que conservo y gracias a la consulta que amablemente se me ha permitido hacer en el Archivo Aranguren, ubicado en el Instituto de Filosofía del CSIC, he podido reconstruir mis recuerdos de alumna.
En el curso 1962-63, el programa general de Ética, de sólo diez temas –en contraste con los 33 del monográfico– arrancaba muy orteguianamente por el examen de los sentidos que encierra la palabra «moral»: la vida como «quehacer», el comportamiento conforme a determinadas «mores». En lecciones sucesivas se deslindaba el enfoque ético del estudio del comportamiento del de otras disciplinas afines como la Etnología y la Antropología cultural. En otra lección se exponía su propia teoría del comportamiento humano como conducta constitutivamente moral, apoyado en las nociones de Zubiri de moral como estructura y moral como contenido y polemizando con el existencialismo. Casi todo el desarrollo posterior se dedicaba al estudio de los factores sociales, socio económicos y socioculturales que condicionan la moralidad y la posible construcción de una Ética social, lo cual muestra la preocupación de Aranguren en esa década de los sesenta por la moralización de la vida pública y la relación de la ética con la política, que plasmará en su Ética y política publicado a finales del 63.
En cuanto al programa monográfico de Ética del mismo año, titulado Problemas actuales de la Ética, comprendía el estudio de cuatro libros de autores contemporáneos recientemente publicados: Philosophie morale, de Eric Weil, Traité de l’action morale de Georges Bastide, Edmund Husserls Ethische Untersuchungen de Alois Roth y Vieja y nueva ética de Hans Reiner. El programa se iba desarrollando sucesivamente al hilo del comentario de los cuatro libros en el orden en que los he nombrado, secuencia que permitía pasar de la contextualización social de la moral a la búsqueda de una ética o filosofía moral como teoría de categorías morales, tal como la planteaba Weil, a la discusión de los contenidos de la moral (nuestro profesor insistía siempre en que una moral no puede ser meramente formal) sobre todo en la época actual –moral del ocio y del tiempo libre, ética de la cultura de masas– siguiendo el libro de Bastide, que terminaba indicando la función del intelectual en la sociedad actual. Luego pasábamos al estudio de las investigaciones éticas de Husserl con lo cual se nos presentaban los fundamentos de una ética de los valores –el planteamiento más convincente para Aranguren– y terminábamos con una revisión de los planteamientos éticos clásicos –concepción del bien moral, fundamentación del deber, análisis de la llamada «regla de oro»; confrontación de la ética tomista con la ética fenomenológica– y la defensa, finalmente, de una ética fenomenológica de raíz kantiana a través del libro de Reiner, del que dice el propio Aranguren, en su prólogo a la edición española, que es «un original y valioso esfuerzo por fenomenologizar el kantismo y ampliar sus un tanto estrechos y rígidos conceptos morales fundamentales». Y que en un contexto como el de la enseñanza de la Filosofía en aquella facultad nuestra de Madrid, donde la escolástica tardía y repetitiva nos acosaba por todas partes, contenía una crítica definitiva a aquella moral incluida en la filosofía perennis tomista que había hecho suya la Iglesia católica desde Pío IX y que imponía el nacionalcatolicismo de la dictadura. Hay que observar aquí que Aranguren fue el introductor en España de la obra de Reiner, a quien ya mencionaba en Catolicismo y protestantismo como formas de existencia (1952) y en la Ética (1958). De Reiner se ha dicho que era el mayor filósofo moral alemán de la segunda mitad del siglo XX y el más importante representante de la ética de los valores.
Este era el contenido de las clases magistrales. En paralelo, estaban los Seminarios en los que podíamos tomar parte y/o asistir voluntariamente, de modo que cada cual podía graduar su aprendizaje ad libitum.
En lo que se refiere al programa del curso general de Sociología –ese año Psicología Social, como se expresaba entre paréntesis– estaba dedicado al estudio de los grupos y terminaba con una penúltima lección sobre el concepto de estatus y una última sobre los métodos de la Sociología y de la Psicología Social. El programa monográfico de aquel año fue el curso de doctorado sobre La moral social española en el siglo XIX, en el que coincidíamos los alumnos de Licenciatura con los aspirantes a doctores, y que se impartía un día a la semana. Ese curso fue la base del libro que con el título Moral y sociedad, y el subtítulo del curso de doctorado, publicó Aranguren en 1967. Y en el programa de Sociología se insertaban también lecturas que, en aquel año fueron, a lo que recuerdo, los dos libritos de Vance Packard titulados The hidden persuaders y The waste makers
La sociología que enseñaba Aranguren era una sociología básica a partir de los clásicos, sobre todo Max Weber y Durkheim, y crítica, a través de los que ponían en la picota la mera sociología cuantitativa y positivista. Conocimos con él la sociología crítica norte
americana de Wright Mills, la sociología francesa de Comte a Bourdieu, y la de Aron –a quien respetaba mucho–, Lefebvre y Godelier. Precisamente uno de los Seminarios dedicado a la sociología ese curso lo fue al libro de Aron Dieciocho lecciones sobre la sociedad industrial, el origen del cual son las lecciones dadas por el autor a sus estudiantes de la Sorbona durante el curso 55-56, estudiantes, como nosotros, de sociología sin formación económica, y en el que Aron establece las características de las sociedades industriales del siglo XX comparando las de sistema totalitario con las de sistema liberal y señalando sus diferencias y sus trayectorias evolutivas.
Creo que el primer libro que leí de Aranguren fue la Ética, porque mi ejemplar tiene la fecha de «noviembre del 62», el año en que cursaba su asignatura. Lo compré no por necesidades académicas, sino por ver lo qué decía allí: encontré muchos conceptos de los que explicaba en clase, aunque jamás se autocitaba. Me pareció de una estructura demasiado de manual para ser suyo; por la forma y por las muchas alusiones y precisiones que hace con referencia a la filosofía escolástica. Más tarde supe que había comenzado por ser la Memoria de su oposición a la cátedra y lo comprendí mejor. Con todo, es un libro enciclopédico porque desde los sofistas y Aristóteles a los contemporáneos filósofos analíticos que se han ocupado de ética y en torno al eje central del método fenomenológico y de las nociones de moral como estructura y moral como contenido, tomadas de Zubiri, como lo repite tantas veces –aunque Zubiri no les diese el juego que él les da–, trata de los principales planteamientos de la ética, de sus vertebraciones y de sus ramificaciones. Hay mucha presencia de Heidegger y también de los otros existencialistas alemanes y franceses de la época; se abren muchos horizontes aunque la posición bien explícita del autor expresa su base católica. Es un libro de consulta que me ha acompañado siempre y que tuvo una utilidad inconmensurable en mis oposiciones a cátedra de Instituto: para mí y para toda una generación.
Otra de mis primeras lecturas de su obra, porque me atrajo el título, fue La juventud europea y otros ensayos; ocuparse de la juventud como tema cuando tan poco contábamos todavía aquí, me pareció novedoso: comprobé que se refería a la juventud de los países europeos que no eran España –en el sentido que entonces tenía para nosotros «europeo»– y que coincidía con la juventud que yo iba tratando en mis veranos en Francia e Inglaterra, pero me proporcionaba muchos más datos que los que había captado por mi cuenta. Ahora comprendo que la misma elección del tema muestra hasta qué punto Aranguren se adelantaba al pulso de los días. En el epílogo que escribió en 1961 tras releer la primera edición dice: «los jóvenes (...) introducen la novedad en la vida y en la historia; nosotros [los mayores] completamos su conciencia y comprendemos la realidad a través de ellos». A pesar de nuestra distancia de los europeos, que se iba acortando progresivamente, Aranguren empezaba a identificarse con una cierta manera juvenil de ver y vivir la vida, a sentirse más próximo a los jóvenes que a sus coetáneos; una tendencia que crecería con el tiempo.
El libro que más me impresionó de estas primeras lecturas fue Catolicismo y protestantismo como formas de existencia, al cual siguió también mi lectura, como complemento, de El protestantismo y la moral, libros de motivación religiosa que para mí –formada en una religiosidad católica familiar de connotaciones calvinistas, según pude aprender allí, y de internado de monjas– supuso la apertura de nuevos horizontes. Él mismo declaró que fue el primer libro escrito en España con una voluntad de no refutar al protestantismo, sino de comprenderlo. Para mí fueron los libros de temática ético-religiosa en los que más aprendí. El primero, por la descripción de los dos tipos de cristianismo a través de la categoría del talante, utilizada aquí por primera vez en su escritura, aunque yo la conocía por sus cursos, que proporcionaba una visión antropológico-religiosa de dos formas de vivir las creencias cristianas, y el segundo porque me permitía establecer conexiones con las filosofías morales del siglo XX. Las nociones de talante religioso y situación no solamente daban a comprender mejor las diferencias entre los tipos de cristianismo protestante –en sus variantes luterana y calvinista– y católico, sino que eran un instrumento de comprensión de otras actitudes religiosas, cultivadas en otros parámetros que me ayudaban a penetrar en la historia de Europa, estudiada de forma esquemática y partidista en el bachillerato y los primeros cursos de la carrera, en gran parte por el juego de las diferencias religiosas, con una comprensión nueva y mucho más flexible. Lutero era una figura humana mucho más cercana que las del santoral católico de nuestra formación religiosa. Me asombró también el conocimiento exhaustivo que mostraba mi profesor de los clásicos escolásticos, traídos de primera mano al texto, y la riqueza que adquirían sus análisis en confrontación con ellos: Tomás de Aquino, el Damasceno, Biel, Cayetano, Báñez, en contraste con el escolasticismo de segunda o tercera mano que habíamos tenido que soportar de nuestros profesores escolásticos de la facultad de Filosofía, que llegaban a suspendernos por citar de las fuentes. Y, lo mismo que en la Ética, cómo se hacía ver la relación de Lutero, no sólo con sus antecesores, sino también con el pensamiento posterior de Kant a Kierkegaard, Unamuno, el existencialismo y los teólogos contemporáneos de la muerte de Dios. Aquellas lecturas fueron motivo de que en 1983, año en que se cumplía el quinto centenario del nacimiento de Lutero, organizase en el Instituto «Bachiller Sabuco» de Albacete, mi primer destino como funcionaria, una sesión para conmemorarlo en la que participaron luteranos y profesores del claustro.
Ahora, al recorrer otra vez sus páginas para escribir este artículo, me llama la atención cómo su autor muestra preocupación al constatar que «vivimos en una situación de protestantismo secularizado» en el mundo actual. Diez años después, cuando yo lo conocí, Aranguren ya no sentía preocupación por la secularización de la vida. Hablaba mucho de ello, pero lo veía como un dato; estaba en la onda de una religiosidad diferente.
Catolicismo día tras día y Crítica y meditación me acercaron más a la figura humana de Aranguren y al creyente con cuyas posturas religiosas me sentía totalmente identificada en aquella época de mi juventud en la que era una católica del Vaticano II. El segundo de estos libros, del que su autor ha dicho que era «el que a él más le gustaba de todos los que había escrito» según testimonio de su hijo Eduardo, me acercó a la persona Aranguren, aquella persona entrañable y tímida, que inspiraba un respeto extraordinario y, al mismo tiempo, una gran cercanía, tan rica en sabiduría como en humanidad, con quien se tenían conversaciones entrelazadas de silencios, como las de las llamadas telefónicas de él mismo con el poeta Vivanco de que allí habla, pero siempre a la escucha de su interlocutor. Descubrí allí al Aranguren crítico literario, al fino degustador de la poesía, al místico y al impecable escritor. Uno de los textos de mayor interés para mí en una segunda lectura fue el titulado «La evolución espiritual de los intelectuales españoles en la emi
gración». Con él incorporé a mi conocimiento una parte de nuestra historia reciente que nadie me había contado, se me hicieron cercanos aquellos magníficos intelectuales de la época de la República que tuvieron que salir de España contra su voluntad y de los que aquí no se hablaba; cercanos y reales como componentes insoslayables de la cultura de nuestro país y como parte de nuestra propia manera de pensar. Aranguren propone el diálogo con estos intelectuales que son parte de nuestra reserva mental porque los problemas irresolubles que nos separan –dice– «podemos conllevarlos pero nunca zanjarlos, como una vez dijo Ortega». Su hija Isabel nos recuerda, en el hermoso artículo que ha escrito para el Catálogo de la exposición que ha organizado el Instituto de Filosofía con ocasión del centenario de su nacimiento, las cartas de agradecimiento y reconocimiento que recibió de estos ilustres exiliados; las de Ferrater Mora, Jorge Guillén, Juan Ramón Jiménez, Juan Marichal, J. Montesinos, Sánchez Barbudo, María Zambrano que a partir de entonces establecerán con Aranguren relaciones de verdadera amistad al encontrar en nuestro profesor el «promotor y defensor de un talante nuevo y dialogante con los españoles en América». Porque lo que proponía Aranguren era restablecer la comunicación con estos españoles alejados y restablecerla en forma de diálogo –estamos en 1953– hablando primero de ellos y luego con ellos. Él personalmente lo hizo y abrió un camino para los que quisieran seguirle.
Siguiendo con la revisión cronológica de mis lecturas, creo que a continuación vienen las de Ética y política, que salió a finales del 63, Remanso de Navidad y examen de fin de año, que tuvo la atención de dedicarme en la Navidad de 1965, Moral y sociedad, de 1966, El marxismo como moral, de 1968, Erotismo y liberación de la mujer, de 1972. Recuerdo que el primero de ellos, en una lectura inicial, me pareció poco radical –siempre en relación con mi expectativa– y por eso no le felicité por él, como hizo mi amigo Francisco Gracia. Más tarde, sin embargo, le he sacado mucho provecho y he ponderado su valor: aquel final proponiendo un Estado de justicia social que había estimado demasiado «clásico» es lo que valoré después como más sabio. Y, además, aprendí mucho de ese libro sobre teoría política en los precursores y promotores de la democracia moderna (Montesquieu, Rousseau), sobre el contemporáneo Estado del bienestar y sobre la ineludible, siempre presente y necesaria, tensión entre la ética y la política. El marxismo como moral ya fue acogido por mí –que nunca quise militar en ningún partido político y cuyos amigos militantes lo eran todos de izquierdas– como un libro excelente, otra vez desmitificador, aunque algunos de mis amigos preferían seguir en el mito. Memorias y esperanzas españolas, de 1969, fue recibido por algunos de nosotros con cierto rubor; nos parecía demasiado desvelador de intimidades. Sin embargo, ahora es uno de sus libros más entrañables para mí. Erotismo y liberación de la mujer me hizo ver cómo Aranguren estaba a la última del movimiento feminista internacional, aunque él no fuera un feminista. Y después de su muerte he reparado en que él, con quien comencé mi tesis de Licenciatura, que fue un consejero atento ante mis sucesivas y diferentes propuestas de tesis doctoral, aunque finalmente no la dirigió por estar sus intereses ya muy alejados de la filosofía existencialista de Beauvoir, no era en absoluto simpatizante con esta filósofa, sino más bien todo lo contrario; pero no sólo me animó y alentó, sino que me felicitó, presidió el Tribunal que la juzgó y alentó su publicación. Vaya con esta información mi testimonio de que, estando siempre por delante de nosotros, nos apoyaba en todos nuestros proyectos por mas alejados que estuvieran de sus preferencias.
Seguí siempre con atención sus publicaciones y su actividad intelectual; fue mi invitado de honor en una Semana de Filosofía que organizamos en Albacete en el 84 y habló a mis estudiantes en los institutos de Madrid donde estuve destinada; siempre venía con entusiasmo a animar a los jovencísimos estudiantes, nuestra promesa de futuro, como decía. Coincidimos en numerosas ocasiones y propiciamos encuentros; mantuvimos nuestra amistad hasta su muerte, y ahora sólo lamento no haber comentado con él esas obras suyas que he leído después de su desaparición, cuando he tenido el tiempo de hacerlo. Por ejemplo, su magnífica y pascaliana Introducción a las Obras de Pascal, que no conocí hasta que apareció el tomo 6 de sus Obras completas en Trotta y el estudio de San Juan de la Cruz, el de Unamuno y su curso de novela española contemporánea, producto de su trabajo docente en los Estados Unidos.
Con estos folios, escritos desde una perspectiva meramente personal, pretendo solamente rendir un modesto homenaje a quien fue para mí, y para muchos de los que tuvimos la suerte de conocerlo y de trabajar con él, un verdadero modelo de vida, un verdadero maître à penser, en la traducción literal de estas palabras: que nos enseñaba a pensar por cuenta propia, sin imponer nunca sus propias ideas sino, al contrario, atendiendo a lo que fuéramos capaces de producir por nosotros mismos. •





López Pardina, Teresa (2009) Memoria de Aranguren, Pasajes: Revista de pensamiento contemporáneo, ISSN 1575-2259, Nº 31, págs. 85-97


viernes, 18 de febrero de 2011

VIOLETA BARRIENTOS: COSAS SIN NOMBRE














Barrientos Silva, Violeta (2008), Cosas sin nombre, Buenos Aires-Lima, En la frontera.