miércoles, 4 de marzo de 2009

FELIPE ALFAU: ENTRE DOS LUCES

Los campesinos andaluces creen, entre otras muchas cosas, que en alguna parte de España hay un extraño jardín donde no existen la noche ni el día. Lo que nadie sabe es si se ve cuando amanece el sol o cuando se pone. Lo llaman el jardín Entre dos Luces.
Un chiquillo sevillano se enteró de esto un día a través de una conversación que su padre estaba manteniendo con ciertos amigos en el patio de su casa.
Se pasó toda la tarde dándole vueltas a lo que había oído y, como es natural, le entró mucha curiosidad por ver aquel jardín. Cuando se fue a la cama, era incapaz de conciliar el sueño, obsesionado como estaba con aquella idea, así que decidió levantarse muy temprano al día siguiente y emprender un viaje por toda España hasta encontrar aquel lugar extraordinario donde nunca era de día ni de noche.
Poco antes de rayar el alba se levantó, se vistió con toda parsimonia y entró en el despacho de su padre. Sacó de una carpeta un mapa de España se puso a examinarlo atentamente, fijándose bien en todas las provincias y los puntitos que representaban las ciudades.
Las provincias en el mapa estaban pintadas de colores diferentes, y el chico eligió como las más adecuadas para su propósito las de color rosa, como perennemente bañadas por la luz del atardecer, y las amarillas que parecían siempre iluminadas por el sol naciente.
Dobló el mapa con todo cuidado y se lo metió en un bolsillo. Luego cogió un par de zapatos de repuesto, porque calculaba que tendría que andar mucho, y por último entró en la cocina, partió un trozo grande de pan y se preparó un buen bocadillo de salchicha. Una vez hechas todas estas previsiones, se puso en camino.
El sol estaba saliendo cuando dejó atrás el pueblo. Echó a andar por un hermoso camino bordeado de olivos. Se sentía muy feliz aquella mañana pensando que emprendía una gran aventura. El camino que había elegido no era de los más frecuentados, así que caminó durante mucho tiempo sin encontrarse absolutamente con nadie.
Alrededor de mediodía vislumbró a un anciano que estaba sentado junto a la cuneta y decidió dirigirse a él.
-Señor –le dijo, quitándose la boina-, ¿sería usted tan amable de decirme si voy por buen camino para llegar al jardín Entre dos Luces?
El hombre parecía tan viejo como el mismo mundo. Tenía la espalda encorvada y el rostro tan plagado de arrugas que no parecía quedar espacio ni chico ni grande para dibujar sobre él una nueva, por delgada que fuera.
-Otros chicos han pasado por aquí antes que tú y me han preguntado lo mismo –le contestó-, pero no hay un camino concreto para llegar a ese jardín. Solamente los elegidos pueden encontrarlo. Yo una vez lo vi, pero no puedo enseñarte por dónde se va. Lo que puedo, si quieres, es contarte la historia del jardín –continuó- y de cómo vino a darse el caso de que esté siempre a media luz.
-Me encantaría, señor, escuchar esa historia.
-Pues entonces, siéntate aquí conmigo, chico, y te la contaré. Creo que escucharla te puede ahorrar muchos pasos.
El muchacho obedeció de buen grado, porque estaba ya bastante cansado y además tenía hambre. Sacó su almuerzo y le ofreció al viejo la mitad.
Pero él sonrió, y al hacerlo dejó al descubierto sus encías desdentadas.
-No puedo comer de eso, chico. Pero no te preocupes, come tú, y entretanto yo te iré contando la historia.
Y mientras el muchacho comía el viejo habló así.

-Había una vez un jardín como todos los demás, sólo que muchísimo más bonito. Cuando era de día, era de día, y cuando era de noche, era de noche, igual que en todas partes. Esto pasó hace mucho tiempo. Sería yo entonces un muchacho más o menos de tu edad.
Y el chico, al oír aquello, pensó que, efectivamente, debía haber ocurrido hacía muchísimo tiempo.
-Por aquel entonces –siguió el viejo-, vivía también una señora muy importante y poderosa. En su visita diaria a la tierra, la limpiaba y traía a sus moradores energía, contento y trabajo, infundiendo en sus corazones esperanza y comprensión. Cubría la tierra con su infinito manto de luz y en su falda, adornada con todas las flores y perfumada con todos los aromas del mundo, ostentaba la más rica gama de colores de la naturaleza.
“Esta señora era muy dulce y hermosa. Mantenía con todos los hombres y países un trato de inalterable equidad. Por entonces todos los días eran iguales, todos uniformemente hermosos. Ella se detenía el mismo espacio de tiempo en un sitio que en otro, y a todos los hombres les concedía el mismo industrioso afán, y les permitía disfrutar por igual del fruto de su labor, aportándoles idéntica ración de alegría y de ánimo. Era la Señora del Día.
“Había también un señor muy influyente y poderoso. Descendía siempre al mundo de la mano de la noche. Su amplio y oscuro manto, con el cual arropaba al mundo, estaba tachonado de infinitas estrellas diamantinas. Traía a los hombres descanso y paz, sosiego y alivio. Y también les regalaba sueños. Mientras dormían, él les iba contando cuentos maravillosos de otras tierras. Colmaba en su imaginación las respectivas añoranzas padecidas a lo largo del día.
“Lo mismo que la Señora del Día, este hombre era sumamente atractivo y amable. Para él todos los pueblos y personas eran iguales. En aquel tiempo, pues, las noches discurrían indistintas y maravillosas. Porque él no hacía diferencias entre la duración de su visita a un sitio u otro, y repartía también a partes iguales una sensación de placentera modorra y de bien merecido descanso. Arrastraba a todos los seres humanos dentro del sueño hacia distintos mundos de portentosa fantasía y por doquier derramaba un silencio sin límites. Era el Señor de la Noche.
“Y, sin embargo, aquel señor y aquella señora no conocían la felicidad en sus propias vidas. Estaban locamente enamorados uno de otro, pero su sino los condenaba a estar siempre separados por la misma distancia, obligados a vivir perennemente en polos opuestos de la tierra.
“Ambos habían conocido aquel jardín que digo y ambos lo amaban. Era esplendorosamente bello de día y misteriosamente encantador de noche.
“Tenía además un eco muy bueno aquel lugar, así que el Señor de la Noche lo aprovechaba para dejarle mensajes a la Señora del Día; y el eco se los repetía a ella cuando llegaba. Y la Señora del Día, valiéndose del mismo sistema, también le mandaba al Señor de la Noche sus mensajes.
“Esto explica que los dos amantes quisieran prolongar cada vez más su estancia en el jardín, y que la noche y el día se hicieran allí cada vez más largos.
“Pero, a medida que iba pasando el tiempo, el Señor y la Señora se ponían cada vez más tristes, porque no podían soportar la idea de separarse. Una noche llegó él a tal grado de desesperación y desgarro que se echó a llorar amargamente, quejándose de su infortunio. Y aquella noche cayó sobre la tierra la primera tormenta. Todo el mundo estaba inquieto, nadie logró dormir bien y algunos tuvieron pesadillas.
“Cuando el enamorado volvió al jardín, le preguntó al eco:
“-Dime, oh eco, ¿qué mensaje ha dejado para mí la Señora del Día?
“Y el eco contestó:
“-Dice que no habéis nacido para vivir juntos. Que su pesadumbre es tan grande como la tuya, pero que no será ella quien intente forzar el destino. Que tu deber es el de acunar a los hombres y velar sus sueños, mientras que el suyo es de estimularlos a trabajar y vigilar su trabajo. Que no te empeñes en unirte a ella, porque eso significaría la muerte de ambos.
“Pero él estaba demasiado fuera de sí como para prestar atención a aquella advertencia.
“-Sea como quiera –exclamó- prefiero morirme a seguir viviendo en este infierno de perenne sufrir. Mañana por la noche la estaré esperando aquí.
“Y continuó su consabido viaje, volando en dirección Este.
“Al día siguiente, la Señora estaba muy preocupada, se sentía desgraciadísima, y la mañana se nubló. Y la gente, como apenas había pegado el ojo la noche anterior, andaba perezosa y sin ganas de trabajar. No les cundió nada el tiempo. Algunos dieron muestras de irritación, se enzarzaron en disputas, y todos en general tuvieron un mal día.
“Por la noche, cuando el Señor llegó a la última etapa de su viaje, las estrellas resplandecían más que nunca en su extenso manto, ondulado aún por los vientos de los Andes. Traía todavía por dentro de la nariz el aroma de las plantas y especias del Oriente. La oscuridad de las junglas indias había ennegrecido sus ojos, y en sus oídos permanecía un rugido de leones del Atlas.
“Dejó su manto colgado de las estrellas y bajó lentamente hasta el jardín.
“Era una noche llena de intriga y misterio. Unas sombras pavorosas parecían deslizarse por encima de la tierra. La atmósfera estaba cargada de inquietud y podían percibirse los pasos furtivos del tiempo al huir, porque era aquélla una noche de intenso silencio.
“El Señor la consumió sentado allí, con la cabeza inclinada, absorto en profundas cavilaciones, y a medida que la noche pasaba de largo junto a él, las sombras encogidas le decían adiós tristemente. Y cada una de ellas dejó caer sobre el jardín una lágrima de rocío.
“De pronto una luz apareció en el horizonte, y el Señor de la Noche se levantó a mirarla de frente. La luz se iba adensando, y las estrellas empezaron a palidecer sobre su pecho.
“La Señora del Día se estaba aproximando. Llegaba para traerle el amor y la muerte. Se apresuraba para sacarle ventaja al día, pero en el momento en que penetró las últimas sombras de la noche, la vida la abandonó y lo que el Señor estrechó entre sus brazos no fue ya más que su alma.
“El sol se elevaba como un dios omnipotente, y uno de sus rayos vino a clavarse en el corazón del Señor de la Noche como una flecha mortal.
“Desde entonces las almas de ambos enamorados vagan por el jardín, y de la unión de luz y oscuridad ha surgido el ocaso.
“También desde entonces, tanto el día como la noche unas veces transcurren bien y otras mal. Hay gente que a ratos trabaja y otros pierden miserablemente el tiempo; gente que tiene buenos sueños, pero también a veces pesadillas. Porque el Señor y la Señora ya no están allí para vigilar la marcha de la noche ni el desarrollo del día…
Cuando el viejo acabó de hablar, el chico se puso de pie y dijo:
-Gracias, señor. Me ha encantado su cuento. Ahora ya estoy en buen camino para encontrar el jardín.
Pero el viejo le interrumpió diciendo:
-Espera un momento, muchacho. Ese cuento es una leyenda, el jardín es un símbolo y no es de los que se encuentran buscándolo, sino esperando por él. Es él quien viene a visitarnos, el que nos trae romanticismo y paz. Pero sólo a los elegidos les está reservado el privilegio de reconocerlo. A los de tu edad, cuando en el alba de la vida buscáis la aventura, a los de la mía, cuando en el ocaso de la vida buscamos la paz.
El chico lo entendió y se volvió a Sevilla.
Cuando estaba acercándose a la ciudad, el sol iba ya muy bajo. Vio las hermosas vegas, los suaves contornos aterciopelados de los cerros, primero verdes, luego rosa y por fin azulados. Avistó las primeras casas de la ciudad, unas modernas y de reciente construcción, con sus blancas paredes y sus tejados rojos, otras edificadas antaño por los moros.
Delante de una casa, un hombre joven tocaba la guitarra, sin apartar los ojos de la ventana de enfrente, llena de geranios.
El chico contempló todo aquello y fue como si entendiera de pronto algo que nunca antes había comprendido. El corazón le dio un brinco de alegría y se sintió muy feliz. Porque en toda aquella belleza que le rodeaba, en aquella paz, en aquella región española de incomparable hermosura que vive la vida como una novela, había reconocido, había reconocido al fin, entre la oscuridad del pasado y el resplandor del futuro, el jardín Entre dos Luces.

ALFAU, Felipe, Cuentos españoles de antaño, Martín Gaite, Carmen (pr. y tr.), Madrid, Ediciones Siruela, 1991, ISBN: 84-7844-401-7, 140 pp., págs.: 19-27.

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